El calor ha dejado de ser asfixiante. Creo que me he quemado suficiente para que mi piel ya no se resienta con el roce de sus dedos.
Siempre le he tenido miedo a los mensajeros, jamás he podido confiar en ellos, y él me ha enviado demasiados para pedirme que me marche y deje al árbol en paz de una buena vez. Lo han intentado todo, pero yo sigo aquí, echada en la hierba un tanto seca y usando las raíces como almohada.
Pensé que ya no me quedaba nada, ni un sólo atisbo de esperanza, ni una sola Luna que ver salir todas las noches, porque parecía que la noche se hubiera extinguido. No tengo una idea concreta de por cuántos días ha sido de día, sólo sé que mi retina se ha quemado por completo y, a pesar de que sigo viendo el Sol (he aprendido a maldecirlo por ello), no puedo ver nada más aunque me obligue a mantener los párpados abiertos con las yemas de mis dedos.
Sin embargo, aún puedo escuchar las hojas que se mecen con el viento que continúa soplando sólo porque es verano, no porque quiera refrescar el dolor de nadie. También estoy segura de que en aquella radio vieja sigue sonando un tango oxidado y que, una vez que la nieve hubo dejado de caer, los dependientes volvieron a abrir sus pequeños locales y comenzaron a moler nuevamente café.
Mi gorrito de lana y mis guantes los perdí hace demasiado tiempo, porque decidí entregárselos a alguien a que creí podía echarlos más en falta, así como un par de rizos de mi cabello y una que otra peca que se han desprendido de mis mejillas, porque hace mucho que mis lágrimas se han convertido en más sal que agua.
Sin embargo, no me marcho, a pesar de que me sienta lejos del café recién molido y de las canciones que suenan a pocos metros de distancia. No me marcho porque hace tan sólo un par de soles, se me ha acercado un niño con los bolsillos desbordantes de ruidosas envolturas de mentas transparentes, me ha dado un beso en la mejilla y ha vuelto a poner en su sitio el par de pecas extraviadas.