En su nombre he quebrado templos, hechos de mármol y de fuego. He pasado sobre los restos carbonizados de sueños despojados de su esencia.
En su nombre me hice inexistente a los ojos de quienes han juzgado impertinente el movimiento de los soles cuyos rayos no golpean la superficie de la tierra. Desaparecí entre nubes para que la luz no volviera a atravesar mi pecho.
Cada vez más pálida, cada vez más débil, extendí mi pena a las raíces de los árboles y la dejé colgar de las redes blancas en las que mueren los insectos insignificantes. Me convertí en araña y capturé un par de almas para cobijarme cuando el frío me envolviera.
En silencio me convertí en el viento y viajé tan lejos como pude, tratando de alejarme y de abarcarlo por completo. Me hice lluvia y golpeé la tierra con mi peso, su rostro con mi aliento.
Gota tras gota no obtuve respuesta y me transformé en serpiente, me arrastré en el fango hasta enroscar sus pies y alcanzar su cuello, pero al pasar junto a su pecho se evaporó el veneno y me volví rocío.
El calor me deshizo y me elevó hasta el cielo. Subí tan lentamente que para cuando alcancé las nubes, la Luna ya esperaba mi regreso.
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