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*..*Las imágenes que uso las he tomado de Deviantart. Muchísimas gracias a los respectivos artistas.*..*

"Como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad".
~Jean Paul Sartre.

viernes, 1 de julio de 2011

Circus


Llovía.
Las nubes cubrían todo el firmamento y las horas pasaban lentamente para el pequeño sentado en la cama.
Lloraba.
Las lágrimas iban a parar a la colcha como las gotas de lluvia al pasto y los lamentos del pequeño se los llevaba el viento.

-No va a volver-, susurraba entre gemidos, -se ha ido y no va a regresar. Ella misma me lo dijo-. Tomó demasiado aire y se ahogó, lo que hizo que se quedara en silencio un momento. Por lo que su madre aprovechó para tenderlo en la cama y arroparlo hasta el cuello. Pero no dejaba de llorar.
-En el mundo en el que te encuentras, mi pequeño, hay muy pocas cosas que pueden regresarte el alma al cuerpo y devolverte la fé en la vida y en el mundo mismo cuando ya te has deshidratado de tanto llorar y tu cabeza quiere irse a morir lejos de tu cuello.
Una de esas poquísimas cosas, mi pedacito de cielo, es el circo... Déjame contarte una pequeña historia sobre un muchacho que sabía hacerlo prácticamente todo, menos amar. Y de una muchacha que no sabía hacer prácticamente nada, pero sí que podía amar.

...

Él la encontró sentada en el pórtico de una casa a punto de irse al piso. No lloraba, pero sus ojos no podían mirarlo con mayor tristeza. No hablaba, pero sus labios se movían como si no pudiera esperar para contarle la historia de su vida. Y no se movía, pero toda su piel se erizaba cuando lo escuchaba hablar.
Estaba sola y tenía las manos llenas de polvo y los párpados cansados.
Ella lo amó desde el primer momento en que lo vio y él a ella así también, sólo que tardó en darse cuenta de ello.
Él le tendió la mano y ella se aferró como si no hubiera un mañana para volver a verlo.

Él sabía hacerlo prácticamente todo.
Podía volar sobre los trapecios como si fuera el ave más hábil de todas.
Podía hacer trucos de magia y escapar de cualquier tipo de atadura como si del mismo Houdini se tratara.
Además era capaz de hacer sonreír hasta a la más triste muchacha del pueblo donde se encontrara.
Pero no era capaz de amar.
Ella no sabía hacer prácticamente nada.
Ponerse de cabezas la mareaba.
Le tenía terror a las alturas.
Y sus movimientos eran demasiado torpes para danzar o engañar los ojos de los demás.
Pero había dos cosas que podía hacer: cantar y amar.
Ambas las llevaba a cabo todo el tiempo, de la primera tenía una idea clara y de la segunda ni la más remota. Pero sabía que, de algún modo, podía hacerlo.

La primera vez que la escuchó cantar se quedó inmóvil sobre la cuerda floja.
Ella estaba abajo, sentada en el suelo, bajo la red que paraba las posibles caídas, y tarareaba alguna melodía que él jamás había escuchado, pero que sentía conocerla de toda la vida.
Ella se lo quedó mirando y su rostro se encendió como si se tratara de una pequeña lámpara roja.
Se marchó corriendo.
Para él, aquella melodía se convirtió en un susurro incesante, que lo acompañaba en cada encuentro con el cielo, con el suelo, con el verde, con el día, con la noche, con el azul, con todo. No era capaz de tenerla lejos mucho tiempo, tenía que oírla cantar una vez más, tenía que saber qué era esa melodía y por qué se le hacía familiar.
La segunda vez que la oyó sucedió algo fantástico.
Ella saltaba como una niña pequeña sobre la malla y reía. Él practicaba y practicaba, aunque ya lo había hecho toda la mañana, sólo porque esperaba oír siquiera un murmullo.
Pero ella seguía saltando y riendo y su risa era de miel, dulce y pegajosa.
Se quedó colgando del trapecio, con la cabeza llenándosele de sangre, quieto, muy quieto, como si ella fuera una presa y él el lobo a punto de cazarla.
Y ella se olvidó de que él estaba allí y comenzó a cantar mientras saltaba. La voz subía y bajaba lejos y cerca de él mientras ella saltaba y saltaba.
Era el momento.
Tomó impulso sobre el trapecio y en uno de los brincos de la muchacha la tomó de las muñecas y la alzó.
Soltó un grito que pudo haberle reventado los tímpanos de tenerla más cerca.
Lo miraba llena de terror, él sabía muy bien que la cabeza tenía que estarle dando vueltas y que el corazón tendría que estar a mil por hora mientras se elevaban más y más. Pensó que iba a largarse a llorar.
Pero no lo hizo. Sucedió algo hermoso. Comenzó a reír una vez más. Y su risa era de miel.
Y todos reían a su alrededor.
La domadora de leones junto a su león, el pequeño bailarín a la sombra de un arbusto, los grandes y los pequeños acróbatas en coro, las malabaristas una tras otra alternándose, los siete payasos, las dos tortugas y los tres conejos.
Y ella descubrió que podía volar, que podía danzar en el cielo mientras cantaba y sus rizos se elevaban y se esparcían como una nube y él fue feliz de oírla una y otra y otra vez.

Y ella voló tan alto que él prefirió quedarse cerca del suelo, para no perder un segundo de su canción haciendo piruetas y se le olvidó como ir tan alto.
La escuchaba, pero ya no le hablaba, ni siquiera la miraba. Sólo la escuchaba.
Y lentamente olvidó todo lo que sabía hacer para hacerse espacio para algo más. Algo que no sabía hacer.
Y ella lo amaba y sabía que aquello iba a dolerle, pero ya no era capaz de bajar por él.
Y cuando él lloró, ella también lo hizo.
Y las lágrimas se convirtieron en lluvia e inundaron el circo, ahogaron la ciudad. El río de sal se llevó a los demás actores, pero también se llevó el dolor y la pena.
Cuando cesaron las lágrimas no quedaba rastro de nada. Sólo una montaña y un bosque, que se extendía tras ellos.
Ella se asomó al borde de la montaña y miró hacia abajo. La ciudad estaba abajo, mojada, llena de nubes. Y el circo estaba sobre ella, ya demasiado lejos para hacer sonreír a los pequeños hombres grises a los que empapaba una lluvia también gris, que ya no venía de los ojos de nadie.
Él caminó hacia ella y por primera vez en mucho tiempo le habló.
Ella parpadeó miles de veces hasta entender todo lo que él le había dicho y, finalmente, sonrió.

...

El pequeño la miró con los ojos muy abiertos. Ya no había lágrimas, pero sus ojos aún estaban rojos.
-¿Qué fue lo que le dijo, mamá?
-Que acababan de nacer. Que había que hacerlo todo otra vez para que no se quedara nada sin aprender.
-¡Pero él ya sabía hacerlo todo!
-Ah, pero no sabía amar.
-¿Y qué fue de ellos?
Ella se rió y le dio un beso en la frente antes de tomar la vela que alumbraba la habitación.
-Están aquí y te aman más de lo que puedas imaginar. Ahora, a dormir.
Apagó la vela y cerró la puerta.

...

El pequeño se puso de pie y fue hacia la ventana.
De puntillas dejó que su aliento empañara el vidrio para poder escribir con el dedo: "Vuelve a mí, para que me enseñes a volar y yo pueda enseñarte algo más".
La lluvia cesó.

5 pensamientos:

medgo dijo...

Mama, esta Hermoso el cuento... me encanto, es el cuanto mas lindo que he escuchado...

Ximena Soto Osorio dijo...

Gracias, teo!
Ayer papá me mostró lo que habías escrito para nosotros... Me puse a llorar...
Tenemos que vernos, tenemos que salir, tengo que darte un abrazo!!!!

Te quiero muchísimo, espero que podamos vernos pronto.

Anónimo dijo...

Lindas palabras.

att:901

Ximena Soto Osorio dijo...

Gracias...
Me lees, siempre.
Me haces falta, pero llegué de Nueva York a comenzar semestre, así que no hubo vacas.

Te quiero.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Mi bella hada rubia... Todo lo que te toca se convierte en una cascada de palabras hermosas y bien tejidas... Ojalá pueda seguir mostrándote el mundo, ojalá el mundo siga tocándote y sacándote las notas más hermosas.

M.

Tinta con vida

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