No vale la pena si miramos hacia abajo y lo único que podemos ver es la tristeza de estar solas.
No vale la pena sentarse en un trono de diamante cuando nos duele todo por dentro sencillamente porque nosotras así lo quisimos.
No vale la pena ansiar su calor si ellos han decidido marcharse porque no son capaces de tener entre sus manos un amasijo de sueños filosos e inalcanzables.
No vale la pena vivir en castillos de cristal si sólo están dentro de nosotras. No vale la pena si tenemos que estar solas. No lo vale.
No vale la pena llorarlos mil noches si ellos no son capaces de calentar nuestro cuerpo, que ya no puede sostenerse en pie.
No vale la pena que el sol seque nuestras lágrimas si en el fondo de nuestro abismo nos arden las entrañas.
No vale la pena que nos abracen si sencillamente sentimos nuestra propia piel como si fuera ceniza y nuestro cuerpo como si fuera una cárcel.
Si pudiéramos ser etéreas y que el aire atravesara nuestros costados. Si pudiéramos ser tan pálidas como la porcelana y tan sublimes como la noche.
Si pudiéramos alcanzar los sueños que hace tanto tiempo sabíamos rotos y arder entre las risas de los bufones que nos enseñan nuestro reflejo cada tarde y cada noche.
Si pudiéramos dejar atrás el dolor y llegar más allá de la cárcel que nos creamos.
Si nuestras alas no se hubieran quebrado antes de tiempo y nuestra risa no se hubiera extinguido junto a todo lo que nuestro cuerpo cuidaba.
Si ellos fueran capaces de matar los sueños que nos hacen daño y de cuidar los que nos acunan en las noches sin luna.
Si sus voces fueran caricias y no gritos que laceran nuestra alma perdida.
Si lograran nuestras voces quebrar el mundo que nos cose la boca y nos obliga a ser cada vez más efímeras.
...
Si tan sólo nuestro sueño no implicara ser el imaginario perdido de un mundo podrido.